Las horas pasan y París, aunque está más cerca, parece inalcanzable. Adiós al combate de Robin Hoost. No dará tiempo. Duarte pensaba que podría asistir a la velada de K1 en la capital francesa, pero no contaba con el límite diario de horas de conducción y, por supuesto, por la parada obligada para dormir antes de abandonar la Península Ibérica. El lugar elegido por los transportistas, como de costumbre, es Irún.
Duarte recibe el aviso por radio. Su camión se sitúa en el sexto lugar de la flota, el penúltimo. Así lo quisieron sus compañeros, para que siguiera el ritmo y llevase a alguien por detrás por si tenía algún problema. Ahora le dicen que debe parar en un restaurante de carretera, en las afueras de Irún. Allí cenarán y, como además es hostal, dormirán. El establecimiento se llama Atsegingarri.
Una vez en el aparcamiento del restaurante, los conductores conversan antes de entrar. Duarte se mantiene al margen, en parte impresionado por la familiaridad que reina entre sus compañeros. Ojalá él pudiese tener un trato así, sincero, con ellos en el futuro. De todos modos, por el momento, prefiere no hablar. Tiene miedo de meter la pata o de que, por casualidades del destino, salga a la luz su pasado.
Duarte es el último en sentarse a la mesa. Dispuesta ésta de forma rectangular, a Duarte le toca un asiento, el único, en el que no tiene un comensal sentado enfrente. Mejor, piensa, para no tener que hablar.
—A ver, neno, ¿qué tal el viaje?—Moncho interpela a Duarte.
—Bien, por el momento, todo va bien.—Duarte contesta mirando, no sólo a Moncho, sino al resto de compañeros. No quiere decir nada inconveniente.
—No hablas nada, hombre, habla un poquiño, que no mordemos.—Moncho le sonríe.
—Es que no tengo nada interesante que decir.—Duarte se sonroja.
—¿Nada interesante? Ja,ja,ja,ja,...—Moncho rompe a reír y le sigue el resto, hasta Duarte.
—¿Conoces algún moro? En París hay muchos. Y negros. Vas a flipar.—Otro de los camioneros interrumpe las risas.—Hay que andar con mucho ojo, chorbo. Yo no soy racista, pero esa peña son unos hijos de puta. Con las pavas, por el rollo musulmán, ya no te cuento, pero además son unos gichos. No sé por qué coño vienen a tocar los cojones aquí y no se quedan en la selva.—
—¿Aquí? ¿Aquí dónde es? ¿A Coruña? ¿Irún?—Duarte sorprende a todos por su tono y su vehemencia. El comentario de su compañero lo ha encendido. No soporta el racismo.—Conozco a muchos árabes y a muchos negros. Son gente como otra cualquiera. Los hay buenos, malos y regulares. En A Coruña hay unos cuantos, ¿sabes? Tal vez tú vivas en una puta burbuja, pero no vamos a trabajar a un zoo. El que no debió de salir de la selva eres tú.—Nada más termina de pronunciar su discurso, el camionero al que se dirige, Cholo, coge el cuchillo de cortar la carne y se intenta abalanzar sobre Duarte, algo que no consigue por la rápida acción de Moncho, que lo sujeta en el sitio.
—Te voy a rajar, chulo de mierda. Mira al kie éste. Tremendo julay, te voy a matar, cabrón.—Cholo sigue amenazante. Cree que tiene que serlo para hacerse respetar entre los demás camioneros. Una sobredosis de virilidad embriaga su mente. Ni él sabe cómo puede terminar la bravuconada. Moncho y el comensal de su izquierda lo sujetan por los brazos. Él hace fuerza, pero tampoco desea que lo suelten. Quiere humillar a Duarte, amedrentarlo y que todo quede en unas palabras mal dichas. Duarte se limita a sonreír y, mirando fijamente a los ojos de Cholo, se pasa el dedo pulgar por el cuello, por debajo de la mandíbula. Lo hace lentamente, en un gesto inequívoco de amenaza de muerte. Cholo sigue revolviéndose y vociferando insultos, pero ahora ya mucho más preocupado.