Resaca informativa (Tyler Berger - Newport Beach, 14 de marzo de 2018)

Le duele todo el cuerpo. Principalmente, la cabeza. Un martillo neumático aporrea una y otra vez su materia gris. Tyler se queja en silencio. Abre los ojos tímidamente, como si molestase a quien lo mire. No hay nadie. Está tumbado de lado en su sofá inglés de trescientos mil dólares. En frente está la pantalla gigante de plasma que mandó instalar la semana pasada. Está encendida. En la CNN informan sobre algo en lo que hay muchos militares.
Mientras se escora para poder ver mejor las imágenes, vuelve a sentir el dolor punzante en su sesera. Es el teléfono. El fijo. Pocas personas disponen de su número de teléfono fijo en la mansión de Newport Beach. La línea tiene limitadas las llamadas entrantes a tres números: el de su padre, el de su amigo David y el de Patrick. Con tardanza, Tyler se incorpora y abandona el sofá. Se dirige al aparato y contesta con desidia.
—¿Sí?, ..., ¿Diga? ¿Quién es?—Mientras interroga al artífice de la inoportuna llamada, se percata de el reloj marca las dos y media de la tarde.
—¿No sabes quién soy? ¡Soy tu padre! Tienes un registro de llamadas en la pantalla del auricular. Seguro que te has pasado de la raya otra vez. ¡Contrólate o lo haré yo! Eres mayorcito ya, Ty.—
—No me pasé. Fue una fiestecita con David y Pat, nadie más. Lo que ocurre es que tengo mucho sueño acumulado.—A Tyler no le agrada que le despierten con una reprimenda.
—Bueno, no tengo ganas de discutir. ¿Te acuerdas de lo que te dije ayer? ¿De que algo horrible estaba ocurriendo?—
—Me acuerdo, sí. ¿Qué es esa cosa que tanto te preocupa?—
—Ty, eres mi hijo. Ya no me queda nada, ni mujer, ni padres, sólo tú. Escúchame con atención. Algo va mal en la investigación de la Antártida. Se trata de algo que puede afectarnos a todos. No sé más de lo que te estoy contando. Quizás esté sacando las cosas de quicio. Lo cierto es que Anthony Madison, mi hombre de confianza en la expedición está muy alarmado. Han muerto tres científicos ayer. No me ha dado más detalles, pero me pidió anular la misión y accedí, claro.—
—¿Estás loco? ¿Acaso no te acuerdas de todo el dinero que pusiste en esa iniciativa? Oblígale a que te dé más explicaciones. Pudo ser un simple accidente. No basta con tres fallecidos para paralizarlo todo.—
—Eso no lo comparto. Es mi dinero. Recuérdalo, Ty, no el tuyo. Si Madison dice que se acabó, se acabó.—
—¿Y para qué coño me llamas, papá? ¿Para contarme tus paranoias mañaneras? Tu monomanía por el fin del mundo me tiene un poquito harto.—
—Hijo, yo no financio investigaciones para saber si es bueno tomar un vaso de vino en la comida, para ver si los móviles disminuyen el número de espermatozoides o para ver si los lituanos son más listos que los letones. Yo hago cosas importantes. Tú esperabas que descubriese petróleo en la Antártida. Es mucho más que eso. Y, sí, temo la muerte y tengo miedo de que el hombre se extinga a sí mismo. Pero no soy el único.—
—Papi, no me cuentes movidas chungas.—Tyler cuelga. No está dispuesto a seguir con una conversación que acentúa su jaqueca. Va hacia la nevera y saca la botella de vodka. Bebe a morro. El aguardiente de cereales se le escapa de la boca y, tras recorrer su barbilla, empapa el cuello de la camisa. Mierda.

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