Alto en la marcha (Duarte Vieites - Irún, 16 de marzo de 2018)

Las horas pasan y París, aunque está más cerca, parece inalcanzable. Adiós al combate de Robin Hoost. No dará tiempo. Duarte pensaba que podría asistir a la velada de K1 en la capital francesa, pero no contaba con el límite diario de horas de conducción y, por supuesto, por la parada obligada para dormir antes de abandonar la Península Ibérica. El lugar elegido por los transportistas, como de costumbre, es Irún.
Duarte recibe el aviso por radio. Su camión se sitúa en el sexto lugar de la flota, el penúltimo. Así lo quisieron sus compañeros, para que siguiera el ritmo y llevase a alguien por detrás por si tenía algún problema. Ahora le dicen que debe parar en un restaurante de carretera, en las afueras de Irún. Allí cenarán y, como además es hostal, dormirán. El establecimiento se llama Atsegingarri.
Una vez en el aparcamiento del restaurante, los conductores conversan antes de entrar. Duarte se mantiene al margen, en parte impresionado por la familiaridad que reina entre sus compañeros. Ojalá él pudiese tener un trato así, sincero, con ellos en el futuro. De todos modos, por el momento, prefiere no hablar. Tiene miedo de meter la pata o de que, por casualidades del destino, salga a la luz su pasado. 
Duarte es el último en sentarse a la mesa. Dispuesta ésta de forma rectangular, a Duarte le toca un asiento, el único, en el que no tiene un comensal sentado enfrente. Mejor, piensa, para no tener que hablar.
—A ver, neno, ¿qué tal el viaje?—Moncho interpela a Duarte.
—Bien, por el momento, todo va bien.—Duarte contesta mirando, no sólo a Moncho, sino al resto de compañeros. No quiere decir nada inconveniente.
—No hablas nada, hombre, habla un poquiño, que no mordemos.—Moncho le sonríe.
—Es que no tengo nada interesante que decir.—Duarte se sonroja.
—¿Nada interesante? Ja,ja,ja,ja,...—Moncho rompe a reír y le sigue el resto, hasta Duarte.
—¿Conoces algún moro? En París hay muchos. Y negros. Vas a flipar.—Otro de los camioneros interrumpe las risas.—Hay que andar con mucho ojo, chorbo. Yo no soy racista, pero esa peña son unos hijos de puta. Con las pavas, por el rollo musulmán, ya no te cuento, pero además son unos gichos. No sé por qué coño vienen a tocar los cojones aquí y no se quedan en la selva.—
—¿Aquí? ¿Aquí dónde es? ¿A Coruña? ¿Irún?—Duarte sorprende a todos por su tono y su vehemencia. El comentario de su compañero lo ha encendido. No soporta el racismo.—Conozco a muchos árabes y a muchos negros. Son gente como otra cualquiera. Los hay buenos, malos y regulares. En A Coruña hay unos cuantos, ¿sabes? Tal vez tú vivas en una puta burbuja, pero no vamos a trabajar a un zoo. El que no debió de salir de la selva eres tú.—Nada más termina de pronunciar su discurso, el camionero al que se dirige, Cholo, coge el cuchillo de cortar la carne y se intenta abalanzar sobre Duarte, algo que no consigue por la rápida acción de Moncho, que lo sujeta en el sitio. 
—Te voy a rajar, chulo de mierda. Mira al kie éste. Tremendo julay, te voy a matar, cabrón.—Cholo sigue amenazante. Cree que tiene que serlo para hacerse respetar entre los demás camioneros. Una sobredosis de virilidad embriaga su mente. Ni él sabe cómo puede terminar la bravuconada. Moncho y el comensal de su izquierda lo sujetan por los brazos. Él hace fuerza, pero tampoco desea que lo suelten. Quiere humillar a Duarte, amedrentarlo y que todo quede en unas palabras mal dichas. Duarte se limita a sonreír y, mirando fijamente a los ojos de Cholo, se pasa el dedo pulgar por el cuello, por debajo de la mandíbula. Lo hace lentamente, en un gesto inequívoco de amenaza de muerte. Cholo sigue revolviéndose y vociferando insultos, pero ahora ya mucho más preocupado.

La larga espera (Norma Makaroff - Base Artártida Gran Muralla China, 16 de marzo de 2018)

La base Gran Muralla está a 960 kilómetros del Cabo de Hornos. Tras un día de navegación, la expedición de la Pacific Investment Management ya ha sobrepasado el ecuador de su viaje. La convivencia entre tripulación y enviados de la compañía no es demasiado buena. Los rumores sobre la peligrosidad del viaje hacen mella en el ánimo de algunos. Norma, tras su enfrentamiento verbal con Alfredo Campos, se siente un poco incómoda. Le parece que todos tratan de ocultarle algo. 
La inmensidad de los mares del sur relaja la vista preocupada de Norma. Está impaciente por llegar al continente helado. Es imposible que distraiga su mente. Sólo tiene una idea retumbando en su cabeza. Consigue descansar por momentos sus miedos reparando en las continuas olas que forma la estela del barco en el que viaja, pero, al rato, vuelven. ¿Por qué ese secretismo? ¿Tantas muertes debidas a qué? ¿Una base china, una empresa estadounidense, abogados y científicos argentinos,...? Todo es tan extraño que Norma empieza a temer por su seguridad. No se lo había planteado antes. La velocidad con la que se sucedieron los acontecimientos apenas le permitió reflexionar sobre su suerte. No hay gente conocida o en la que pueda depositar un mínimo de confianza en el barco. No sabe a dónde va realmente. Y, lo peor, no sabe lo que le espera en la Antártida. 
—Señorita, la veo preocupada.—Un marinero que limpia la cubierta sorprende a Norma.—¿Qué hace aquí afuera?—
—Perdón, no quería molestar.—Norma intenta escabullirse.
—No se preocupe, no molesta. Al contrario. Es agradable poder charlar con alguien de vez en cuando. La abogada, ¿verdad?—
—Sí, llámeme Norma y no me trate de usted, por favor.—
—De acuerdo, Norma. ¿Qué locura hacés aquí? Yo no sé muy bien a lo que vamos, pero creo que no es sitio para una dama.—
—Eso mismo me preguntaba yo.—Norma ríe.—No, en serio, ¿qué más da que sea mujer? Vengo a hacer mi trabajo, como vos. Si adorás lo que hacés en la vida, pues no tenés que poner límites, ¿no?—
—Norma, mirá, a mi no me gusta pasar la fregona. ¿Entendés? Quizás, si fuese abogado, a lo mejor te respondería como vos. Aún así, ¿qué se le pierde a un abogado en la Antártida? No entiendo.—
—Yo tampoco entiendo muy bien lo que estoy haciendo aquí, tenés razón.—Norma da por finalizada la conversación con un reconocimiento hipócrita. Una vez lanzada al viento su última frase, Norma se gira de nuevo y vuelve a mirar al mar. El marinero, con gesto de desagrado, retoma la fregona y murmura quejas. Al rato, abandona la cubierta. Norma se queda sola de nuevo, libre para dialogar con sus miedos.

El arte del regateo (Fauja Singh - Amritsar, 15 de marzo de 2018)

Hay penas que duelen más de lo que un ser humano es capaz de explicar. Esta mañana ha muerto la madre de Fauja Singh. No sabe encontrar consuelo. Su mujer y sus hijos no son apoyo suficiente. Su padre falleció el año pasado, pero el vínculo con su madre era mayor. El dolor también lo es. Fauja no halla dónde apaciguar su sentimiento de incomprensión. La muerte de un ser querido supone una revisión de todas las creencias. De repente, Fauja Singh ve como su mundo carece de sentido. Los familiares intentan sosegar su ánimo advirtiéndole de que estas desgracias le ayudarán en el futuro a recomponer su alma. Él sabe que no es cierto, que las estocadas del destino, aunque previsibles, no sirven para nada más que para lastimar el alma.
Los mercadillos en Amritsar no pierden vigencia. Fauja Singh no es un asiduo, pero, de vez en cuando, se deja caer para ver si hay algo que le pueda interesar. Hoy, cómo no, también hay mercadillos. A pesar de lo extraordinario del día, Fauja abandona el velatorio para acudir al templo del regateo. Necesita evadir la tristeza de su cabeza, no le importa lo que puedan pensar los familiares y los amigos de su madre. Nadie siente más su pérdida que él. Es el momento de una evasión de ese ambiente de llanto, por leve que sea la huída.
Fauja se confunde entre la multitud del mercadillo. Se hace hueco entre el barullo para poder ojear las mercancías que ofertan los cientos de tenderetes que inundan las calles. De pronto, se detiene ante un objeto en particular. Le llama la atención sobremanera. Es una reliquia. Eso cree Fauja Singh. Un objeto que no merece estar en un puesto de mercadillo, sino en un altar. Fauja lo observa con detenimiento. Es un tigre tallado en madera. No ocupa más que una palma, pero la calidad del tallado es asombrosa. No obstante, lo que retiene el interés de Fauja no es el trabajo del autor, sino una inscripción en el abdomen del felino. Está en sánscrito: अपमानात्प्राणत्यागो विशिष्यते  ("es mejor la muerte que la deshonra"). Es una frase de consuelo para Fauja. La virtud marcó del devenir de la vida de su madre hasta su último día en la Tierra. Quiere ese tigre.
—Perdone, ¿cuánto cuesta este tigre?
—Mil gandhis.—El dueño del tenderete se refiere a mil rupias, llamadas por él así por la cara de Mahatma Gandhi que figura en el dorso del billete.
—Imposible. No daría más de quinientas rupias.—A Fauja Singh no le parece demasiado caro, pero debe regatear. Es ley de vida en estos mercadillos. Ese precio que le piden es lo que le podría costar una cena para una persona en un restaurante de postín. Quiere dejarlo en un menú del día. 
—Tengo que mantener una familia, no puedo andar con juegos. Te lo dejo por ochocientas rupias.
—¿Ochocientas rupias? Eso sí que es un juego. No puedes ofrecerme eso. Es un insulto. Es un precio para turistas ingleses. Yo soy de aquí. Me insultas. Te doy seiscientas rupias.
—No puedo bajar más de las setecientas cincuenta rupias. Perdería dinero si te bajo más el precio.—El mercader quiere parar de ceder.
—Setecientas y no se hable más.—Órdago de Fauja Singh.
—De acuerdo, el tigre es tuyo.
Fauja Singh envuelve la pieza de madera en papel y abandona el puesto. Con las yemas de los dedos recorre suavemente el talle, percibiendo la perfección de las rayas del tigre y, por encima de todo, la inscripción en sánscrito. Parece que todo vuelve a cobrar sentido.  

Antes, era mejor (Ife Adu - Ado Ekiti, 15 de marzo de 2018)

La joyería de Abejide es la única de la zona. Además de vender anillos y collares, Abejide también arregla relojes. A eso es a lo que va Ife. Esperó a tener varios recados pendientes para ir al establecimiento de Abejide. Tiene que cambiar la correa de un reloj, quitarle la pila a otro que apenas utiliza y ponerle una pila nueva al que suele llevar todos los días. Ahora mismo, en el local hay, además del dueño, dos clientes. Es una tienda pequeña, Ife ni siquiera puede entrar, se tiene que quedar en la puerta esperando a que sean atendidos los otros dos parroquianos. 
—Así que quieres agrandarlo, ponerle más mallas... Bueno, prueba el mío, creo que así servirá.—El joyero cede su reloj al primer cliente. Éste lo prueba y acepta la medida.—¿Tienes prisa? Si no te importa, voy a ver qué quiere esta gente, porque, si lo suyo es rápido, les atiendo antes.—El cliente no se opone a la iniciativa de Abejide.
—Yo necesito que me graben unas alianzas. Está todo escrito en este papelito.—El desconocido le entrega un sobre con dos anillos dentro y una hoja de papel donde indica los nombres y la fecha.
—Perfecto, ven a buscarlo dentro de dos días. Quedará muy bien. ¿Y tú, chica? Pasa.—Con un gesto con la mano, el propietario de la joyería invita a pasar a Ife.
—Pues, son tres cosas: una correa nueva, una pila nueva y quitarle la pila a este otro reloj que no utilizo.—Ife le muestra sus relojes al joyero.
El primer cliente, mientras espera, curioso, toma el reloj al que Ife quiere quitarle la pila.
—Buen reloj. ¿No lo usas?
—No, me llega con los otros dos. Ése es uno de los relojes que te regalan cuando compras el coche. Publicidad del concesionario, vaya.
—Por mucha publicidad que hagan, con la crisis de Nigeria es imposible que vendan algo. Antes, estábamos mucho mejor.—El cliente, con muestras de apatía, posa el reloj de nuevo en el mostrador.
—La mierda de políticos que tenemos es lo que hace que estemos así. No entiendo a qué vienen tantos estados, tantas administraciones. Me acuerdo del levantamiento en Biafra. Yakubu Gowon, ése si que era un presidente. Él paró la guerra con los igbo. Y luego trajo la paz y la prosperidad.—Abejide ensalza la figura del dictador que logró el poder en Nigeria mediante un golpe de estado y que acabó con el conflicto bélico independentista en Biafra en los años setenta. 
—¿Gowon? Era un dictador. Llegó por la fuerza y se fue por la fuerza. ¿Cómo íbamos a estar mejor con él?—Ife, que no vivió la época, pregunta incrédula ante el posicionamiento de su interlocutor.
—Yo lo viví, niñita. "Sin vencedor, sin vencidos", decía Gowon. "Reconciliación, reconstrucción, rehabilitación". Éramos el país más rico del mundo. Ahora no somos nada. La democracia no sirve.—El cliente también apoya las ideas de Abejide.
—Tenía que venir alguien como Gowon y limpiar todo esto. Mano dura militar. Se nos está llenando el país de basura de Níger, Chad, Camerún, Togo,... ¿Cuánto más puede soportar Nigeria?—Abejide sentencia.
—Gowon creó los doce estados y criticáis su existencia. ¡Qué barbaridad! Además, eso de que éramos el país más rico del mundo...—Ife no puede terminar de exponer su replica.
—¡Escúchame!—El cliente inquiere con empujones leves a Ife para reclamar su atención. Cada vez que abre la boca sus manos se abalanzan sobre los brazos de Ife, con pequeños golpes y gesticulaciones gratuitas.—Tú no sabes lo que estás diciendo. Los políticos nos roban. Hace falta mano militar y punto.
—Lo cierto es que la cosa está fatal, como el tiempo.—Ife cambia de tema, no quiere polémicas, quiere una pila y una correa para el reloj.—Una no sabe si puede ir a dar un paseo sin que se ponga empapada por un chaparrón.—Mientras hablan, Ife comprueba que Abejide realiza su trabajo con mucha dificultad: los pasadores de la correa se le caen al suelo tres veces, raya un poco las juntas del reloj y la nueva correa elegida, negra, no combina con el reloj, azul marino.
Ife mira con desagrado el resultado final. Ahora tiene un reloj azul marino con una correa negra. Es lamentablemente feo. Odia esa combinación. Pero desea salir de la joyería como sea. La defensa a ultranza del dictador le ha revuelto el estómago. Paga, más de lo que había previsto, y se va. No repetirá tienda.

El comunicado (Latif Seck - Dakar, 15 de marzo de 2018)

—Nosotros, Cákon-Wanosan, el grupo para la liberación del pueblo de Casamança, reconocemos la autoría del asesinato de ayer. Abou M’Baye ejerció desde la tiranía su mandato sobre el territorio del Estado artificial de Senegal. La opresión a la etnia diola, limitándola en sus derechos fundamentales, y su nula voluntad por el diálogo conciliador nos han obligado a tomar medidas drásticas. Su muerte es sólo el principio. Cákon-Wanosan exige la independencia sin condiciones de Casamança. No queremos consultas populares, no queremos referendos de autodeterminación. La idependencia es la única solución. No contemplamos alternativas. Nos apoya el Gobierno de Guinea-Bissau. Si no obtenemos nuestro objetivo, Senegal, la nación opresora del pueblo diola, sufrirá las consecuencias. Nuestros camaradas derramarán su sangre con orgullo por la causa. ¿Está Senegal dispuesto a derramar su sangre por seguir con esta represión? Casamança Povo Livre!.—Las imágenes que emite la televisión pública estremecen a todo Senegal. Latif está atónito. Lo sabía, pero no encaja la confirmación de la autoría del magnicidio por boca de los terroristas. Tres encapuchados con metralletas en mano posan delante de la bandera independentista de Casamance. El del centro, que parece que lleva galones de coronel en su traje militar, ejerce de portavoz. En el bar sólo se escucha un comentario: “¡Tremendos hijos de puta!”. 
Abou M’Baye no era ningún santo, era un político. Estaba haciendo las cosas relativamente bien, en opinión de Latif, pero tenía un pasado turbio. Desde luego, la gente llora más su muerte por lo que desencadenará que por el aprecio personal que le tenían a su presidente. Latif, wolof como M’Baye y la mayoría de senegaleses, se imagina lo inevitable: una especie de guerra civil. Sin decir una palabra, Latif Seck abandona el bar apresuradamente. Tiene que hacer algo ya para que la ola de violencia que está a punto de surgir no le estalle en la cara. La única alternativa que se le ocurre es la de abandonar el país. El destino: París.  
Latif entra en el locutorio del barrio al que suele ir cuando chatea con sus familiares en Francia. El local está abarrotado. Tendrá que esperar para poder comprar los billetes de avión por intenet. Tiene dinero ahorrado, aunque no sabe si el suficiente para pagar el vuelo. 
—Amigo, si vienes a comprar billetes para escapar, tal vez no queden cuando te toque a ti. Toda esta gente llegó en avalancha tras emitirse el comunicado de los terroristas.—El encargado del locutorio se dirige a Latif con una mirada de desprecio. 
Mientras aguarda su oportunidad, Latif elucubra sobre su destino. Está libre de cargas: sin pareja y sin hijos; tiene 22 años, suficientemente joven para volver a empezar lejos de su país; y, lo que más le ilusiona, cree que aunque no sea un futbolista de calidad, tiene futuro en el balompié. Planea, uno a uno, sus futuros movimientos. Tendrá que quedarse en casa de sus primos de La Villette. Ellos, probablemente, esperan su visita. Luego intentará probar en alguno de los equipos de la capital francesa que sean asequibles para él. El Red Star de Ouen puede ser una excelente alternativa, es un equipo venido a menos en busca de la gloria pasada. Factible.  
Sólo hay optimismo en la cabeza de Latif. Hasta el día de hoy, siempre ha procurado llevar una vida recta, sin lugar para los malos hábitos. El Corán ha sido su guía en el momento de tomar decisiones controvertidas. Alá debería de acordarse de él.

Un boleto para soñar (Nadya Suslova - San Petersburgo, 15 de marzo de 2018)

Parece que están regalando algo. La cola sale del local y llega a la esquina de la manzana. Nadya, que odia esperar, acepta el tormento. Son las siete de la tarde y la mayoría de los petersburgueses han finalizado su jornada laboral. La casa de apuestas cierra dentro de una hora. La fiebre de la lotería se apodera de las calles de Rusia y San Petersburgo se apunta a la moda. Es la Koshka, el juego que promete esperanza en un país en decadencia perpetua. Nadya participa en esta lotería desde hace poco más de un año. Una antigua compañera de trabajo tuvo la fortuna de ganar el premio, acertar los siete números del sorteo, y, claro, Nadya creyó en la posibilidad de que, algún día, ella pudiese tener la misma suerte. 
La Koshka se llama así por el gato de la fortuna. Los chinos lo llaman Zhaocai Mao y los japoneses Maneki-neko. La superstición oriental se hizo un hueco en las costumbres rusas. Los hogares de la Federación se llenaron de figuras de felinos sentaditos moviendo su pata izquierda en señal de llamada, aunque en Occidente este gesto oriental parece un saludo. Así, el Gobierno de Rusia lanzó un sorteo de lotería con la imagen del gatito como logotipo. Se trata de un sorteo semanal en el que sólo hay un ganador, es el sorteo del Gato, la Koshka. Para ganar hay que tener en el boleto los siete números que salgan del bombo. No hay premio para el que tenga seis. Hay que acertar todos. Y Nadya está convencida de que eso le pasará a ella. 
Mientras aguarda su turno en la interminable cola de la casa de apuestas, Nadya Suslova deja volar su imaginación. La primera determinación que tomaría sería la de abandonar su casa y su trabajo. Tal vez continuase viviendo en Rusia, no lo descarta, pero su vida sería diferente. Después ayudaría a sus familiares y amigos con parte del dinero del premio. Y, por último, derrocharía hasta la última moneda. Carpe diem. Así piensa Nadya. 
Entre sueño y sueño, el tiempo no se detiene y la cola, por increíble que parezca, avanza. Ya pasaron cuarenta minutos de la llegada de Nadya a la fila india y toca su turno.  
—Por favor, necesito un boleto. 
—Uno, ¿nada más? La suerte hay que buscarla señorita.—El dependiente sonríe de modo pícaro al otro lado del mostrador. Los atributos de Nadya no pasan desapercibidos ni en el local de apuestas. 
—Haga el favor de darme mi boleto.—Ella está acostumbrada a este tipo de miradas impúdicas. De hecho, si le molestasen, cambiaría su atuendo y dejaría la ropa provocativa para ocasiones especiales. Pero a Nadya le gusta vestir así. Lo demás son circunstancias que no puede manejar, por lo que cree que no debe darle importancia. 
—Aquí tienes, preciosa.—El dependiente toma confianza: la tutea. Nadya no contesta. Arranca con fuerza el boleto de la mano de su nuevo admirador mientras éste opone resistencia a soltarlo. El hombre se queda pasmado, con la boca abierta, como un tonto. Ella le tira el dinero con el que paga la lotería en el mostrador con tal virulencia que las monedas ruedan por la mesa y se precipitan al suelo. El dependiente no reacciona.  
El resto de clientela ni se inmuta. Cada uno va a lo suyo, sin prestar atención al amago de conflicto entre Nadya y el empleado de la casa de loterías. Nadya mira el boleto y sonríe. 5-12-13-23-46-78-80. Los números de la suerte, su suerte. Tal vez mañana sea un día mejor.

The People’s Club (John Owen – Liverpool, 15 de marzo de 2018)

La conversación de ayer con su hermano había preocupado a John. Por suerte, logra su particular catarsis con el fútbol. No hay nada mejor para olvidarse de un problema que apasionarse ciegamente por algo, aunque se trate de veintidós hombres engreídos corriendo tras un balón. Y si a John Owen se le menciona la palabra fútbol, su corazón bombea con más fuerza y su mente sólo está ocupada con una palabra: Everton. El club del pueblo, The People’s Club, recuerda John para justificar ante los neófitos su querencia por los Toffees.  
Se trata de un partido de la Copa de Inglaterra. El Everton frente a un rival sorprendente, un equipo por el que nadie apostaría que pudiese llegar tan lejos, el Barnet. Goodison Park presentará una buena entrada para ser un jueves, pero el lleno está lejano. John Owen queda un poco antes del partido para tomar unas pintas con los amigos. Nada excepcional. Debido a la entidad del Barnet, el rival no es el tema de conversación. El tema de esta tarde es Richard O’Hara, mas conocido por todos como Galway, porque de esa ciudad irlandesa proviene su familia. O’Hara hoy no está en el pub.  
La semana pasada, Galway, salió de fiesta el sábado. Fue a un local cerca de Manchester, el Seven Seasons. Allí había quedado con unos antiguos compañeros de facultad, gente a la que hacía bastante tiempo que no le veía el pelo. La cerveza, cómo no, fue la protagonista. Pinta por aquí, pinta por allá, Galway perdió la cuenta. Para volver al Merseyside, a O’Hara no se le ocurrió otra cosa que montarse en su coche y conducir. A duras penas abandonó el entorno del Seven Seasons y se metió en la vía rápida. Era evidente que no estaba en condiciones para manejar su automóvil, pero Galway tampoco pasaba por el mejor momento para razonar. 
A los dos minutos de haberse subido al coche pasó lo esperado. Galway perdió el control de su vehículo y tras colisionar lateralmente con otro sedán que circulaba en la misma dirección, se precipitó contra la cuneta. Con tal mala suerte que diez metros más adelante había un automóvil parado en el arcén por avería. Galway arrolló con su coche al matrimonio que estaba buscando el triángulo de seguridad en el maletero de su auto dañado. O’Hara perdió el conocimiento reposando su cabeza en el volante. La pareja pereció desangrada entre la amalgama de metal y plástico que formaron el culo de su coche y el morro del de Galway. 
John sabe que O’Hara tendrá que pagar por la imprudencia y su fatal desenlace. Pero Galway es su amigo. “A todos nos podría pasar”, piensa. Sus compañeros de pintas le dan la razón. Las miradas son tristes. No logran consolarse. Éste es un partido especial. Galway no volverá en mucho tiempo al pub. Ni al estadio. Lo que hizo fue horrible. ¿Quién podría continuar su vida sin más después de algo así?  
Marea la cerveza en el enorme vaso con publicidad de Guiness en el que se la han servido. Luego, John toma un trago y saborea el zumo de malta más tiempo de lo habitual. Se vuelven a mirar a los ojos. Las miradas reflejan desolación. Son conscientes de que nada será igual a partir de ahora. Las imprudencias de Galway no eran más que rutinas en la vida de esta pandilla. Beber y conducir, ¿de qué otro modo volverían a casa? O’Hara había hecho lo que todos hacían cada fin de semana. Esta vez le tocó a él, pero pudo haber sido cualquier otro integrante del grupo de amigos. Owen reflexiona, callado, y bebe. Hoy, cuando termine el fútbol, habrá buses que lo acerquen a su casa. Afortunadamente, no tendrá que decidir si tiene que coger el coche o no. Mientras tenga presente el incidente de Galway, todo irá bien. Pero el alcohol hace que la memoria flaquee justo cuando más se la necesita.

Cuando la Tierra gira (Li Fang - Hong Kong, 15 de marzo de 2018)

Fang tropieza con la muchedumbre acelerada que desgasta las aceras de Kowloon. Los roces se convierten en golpes más veces de lo esperado, pero ella no detiene su caminar hacia ninguna parte. El corte en la mano le duele, aunque pudo completar sin problemas su jornada laboral. Precisamente hoy, Fang está deprimida como nunca lo había estado. Su trabajo la consume día a día y la indiferencia con la que Ho premia su amor le llenan la mente de tristeza. Y resignación. 
El paso de Fang es lento. El bullicio del tráfico y los viandantes desaparece en su percepción sesgada de la realidad. Sus padres le están esperando para la cena. Una familia tradicional que no perdona las impuntualidades y que, difícilmente, digiere un improvisado cambio de planes. Los Li seguramente estén especulando sobre el paradero de su hija. Fang sólo piensa en por qué tiene que afrontar un nuevo día, cuál será su motivación para levantarse mañana de la cama e ir a cumplir con su trabajo. 
De repente, alguien la detiene. Fang nota la presión de una mano en su brazo izquierdo. Se gira levemente para ver quién reclama su atención. Es un anciano, bajito y desaliñado, con unos llamativos ojos saltones.
—¿Por qué no quieres escucharme? Nadie me escucha.—
—¿Perdón? ¿Quién es usted? Le ruego que me suelte, por favor.—Educadamente, Fang quiere quitarse de encima al espontáneo.
—No importa quien sea yo, importa lo que viene. No nos queda mucho tiempo. Te lo advierto. El final se acerca. ¡Nos queda poco! ¡Haz lo que debas! Recuerda: ¡haz lo que debas!—El viejo grita de forma desmedida con aires de profeta.
Fang vuelve a encauzar su caminar y abandona al anciano en medio de la multitud. Los alaridos del desconocido han puesto a Fang un poco nerviosa. De hecho, ahora, sólo piensa en los enormes ojos marrones del loco callejero. Le miraba fijamente, como si la conociese de algo. 
Unas imágenes de disturbios en las pantallas de una tienda de electrodomésticos llaman la atención de Fang que, por segunda vez en su deambular, se detiene. Disturbios en Senegal. La muerte del presidente ha dado pie al caos en el país africano. Fang ve cómo la violencia se apodera del país y cómo las fuerzas del orden no pueden cumplir con su misión. "Caos absoluto" repite una y otra vez el reportero de la BBC, Paul Owen. El rostro de pánico del periodista le recuerda la imagen del anciano. 
Fang se queda absorta ante los televisores del establecimiento de electrodomésticos. No hay censura. Las atrocidades que ve Fang hacen que no parpadee. "Haz lo que debas", le decía el viejo. ¿Qué es lo que debo hacer?, se pregunta Fang. Los senegaleses parece que tienen claro por lo que se golpean con tanta vehemencia, ella ni siquiera tiene motivaciones para seguir adelante con una vida previsible y rutinaria. Quizás necesite una revolución, enfrentarse a sus problemas y cambiar la situación. Aunque no algo tan drástico como lo que hacen los senegaleses exaltados. Desde luego, Fang no encuentra sentido a su vida. Tiene que hacer lo que deba.

Agua del cielo (Galarrwuy Wirrpanda - Watarrka, 15 de marzo de 2018)

Llueve en el desierto australiano. Lluvia en marzo. No es normal. Galarrwuy está desconcertado. Hoy, no tiene turistas a los que guiar. Decidió tomarse una licencia para un walkabout de dos días. El trabajo se lo permite y contaba con que el tiempo también lo hiciese. Las precipitaciones en esta época del año son casi inexistentes. Es por ello que el Parque Nacional de Watarrka luce de un modo especial.
Tras dos horas caminando bajo la lluvia, Galarrwuy descansa a la sombra de una roca. Su forma, con un alerón pronunciado, le sirve de improvisado paraguas. Hasta llegar a este punto, tuvo que caminar durante tres horas. Es un buen momento para descansar. Protegido del agua, Galarrwuy se sienta bajo la roca. No tarda en dejarse llevar por el influjo del agotamiento y se recuesta. El sonido de la lluvia al impactar en la piedra le reconforta. Cierra los ojos. Está tranquilo, nadie le molestará. En kilómetros, no hay un alma. Aunque, según las creencias de Galarrwuy ocurre todo lo contrario, pues todos los seres vivos de Watarrka son almas hermanas a la suya. Y el mundo de los sueños, el verdadero, es el que se va a apoderar de su mente en breve. Ahí, podrá revivir de nuevo los tiempos anteriores a su nacimiento.
Galarrwuy comienza a soñar. Sueños profundos, marca de la casa, pero no habituales. Esta vez el entorno no es conocido. Galarrwuy acostumbra a fantasear con situaciones ambientadas en parajes australianos que le son familiares pero, en esta ocasión, él aparece rodeado de hielo en su sueño. Tiene ante sí un paraje propio de uno de los polos, algo que conoce gracias a la televisión porque jamás había visto tanto hielo lejos de un vaso de güisqui. Camina y camina sin que el horizonte cambie. Hielo y más hielo. Siente mucho frío. El gélido aliento del viento le inunda los pulmones en una sensación, hasta ahora, desconocida por él.
La fuerza del aire aumenta y, pese a que Eolo sopla en dirección contraria, Galarrwuy lucha por avanzar. No tiene motivos para ir en una dirección u otra, ni siquiera para no estarse quieto, aunque siente la necesidad de caminar. El frío provoca una sensación de desconcierto y de molestia extrema. La falta de hábito a esas temperaturas tan bajas favorece que hagan mella en su ánimo. Se detiene y se vuelve para ver lo que deja atrás. Es lo mismo que lo queda por recorrer.
Los dedos de los pies le duelen hasta el punto de hacerle parar un momento para recobrar la compostura. Es cuestión de segundos. Reanuda la marcha con el mismo objetivo. Metros en una misma dirección sin fruto alguno y, lo peor, sin esperanza de que la situación cambie. El sueño de Galarrwuy dista de lo que se considera una evasión placentera. Nada parece que modifique esta pesadilla tan curiosa. Sin embargo, por fin, Galarrwuy divisa algo diferente. Parece algo blanco que sobresale por encima de la superficie helada. Apresura el paso en la medida de sus posibilidades. La curiosidad es más fuerte que el viento y Galarrwuy se aproxima rápido al misterioso objeto. Parece que atisba lo que es, un esqueleto tal vez. No puede precisarlo porque está todavía demasiado lejos. Aunque, ¡sí!, parece un esqueleto humano.
Bruscamente, Galarrwuy se despierta. Justo cuando casi había llegado a la altura de lo que parecía un esqueleto humano, su sueño se rompe. Abre los ojos y comprueba que ha dejado de llover. Recuerda sus ensoñaciones perfectamente. Es un buen tema para pensar mientras sigue con su walkabout.

La decepción (Délia Lotto - Salvador, 15 de marzo de 2018)

La cara de Délia refleja su profunda decepción. Su padre trata de animarla con chistes. Graça le preparó su ensalada favorita, en deferencia a una hija a la que ve sufrir. Ayer, cuando Délia ya tenía lista la maleta y se disponía a partir hacia los Abrolhos, decidió revisar su cuenta de correo electrónico. Además de spam, Délia vio un mensaje con notificación de recepción de la Universidade Federal da Bahia. Hacía más de una semana que no entraba en su correo, así que, al comprobar el remitente, se puso nerviosa. Nada bueno, se decía. Al abrir el mensaje, se confirmaron los temores. Su universidad cancelaba las prácticas. En el correo, su tutor le prevenía para que no fuese a los Abrolhos, pues un recorte presupuestario obligó a romper, de mutuo acuerdo, el convenio que la Universidade Federal da Bahia mantenía con el Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Energías Renovables. Sin ese convenio, la aventura con las yubartas era inviable. Délia rompió a llorar. Incluso hoy lo hizo, aunque en privado en el cuarto de baño tras levantarse y también hace cinco minutos. Ahora, sentada en la mesa con sus padres, disimula los rastros que dejó el llanto en su rostro.
Come la ensalada sin palabras que la interrumpan. Apenas esboza una sonrisa con alguno de los chistes malos de Adriano. Su mirada se pierde entre lechugas y gambas. Nada puede consolarla. Ni siquiera se plantea alternativas. Está claro que tendrá que realizar prácticas, pero ¿en dónde? Quería abandonar Salvador por unos días fuese como fuese. Y eso, ahora, está muy complicado. Graça ve reflejadas en su hija las ganas de vivir que la llevaron a soñar con otro mundo diferente al que vivió. Pero las ganas sólo desembocaron en un deseo incumplido.
Una gamba escondida entre la salsa rosa se resiste a ser atrapada por el tenedor de Délia. Ése es su única meta por ahora: hacerse con la gamba rebelde. Adriano suspira levemente mientras observa la cara de preocupación de su mujer. Graça espera que la decepción de Délia no dinamite su ilusión por la biología. Trata de ayudarle a seguir en el camino:
—Los Abrolhos no son nada del otro mundo. Seguro que sale un lugar magnífico para realizar las prácticas.—
—Ahora no, mamá. Es complicado pensar en hacer prácticas ahora. Tal vez, cuando surja el momento, lo haré. Estos días serán de relax. No quiero agobiarme con todo esto.—La serenidad de las palabras de Délia no es acorde a su semblante.
—Y si no salen prácticas, pues mejor. Más tiempo con nuestra hijita. ¡Maravillosa Delinha!—Graça se abalanza sobre la alumna de biología y la abraza. Le da los mimos que necesitaba, aunque le cuesta admitirlo. Délia se resiste al principio, pero luego sonríe y se deja acariciar por su madre.
—¡Mamá! Como eres de sobona, nunca cambiarás.—Vuelve a sonreír.
Adriano, mientras tanto, consigue el mando a distancia del televisor. Cambia rápidamente. Busca fútbol y lo encuentra. En un noticiero está hablando de cómo prepara sus próximos compromisos el Flamengo. Se da cuenta de que las mujeres de la casa no aprueban el cambio de canal.
—¿Qué? ¿Vosotras no estáis hablando de vuestras cosas? Callad un poquito y escuchad. Creo que el Fla va a venir a Salvador. ¿Os imagináis? ¡El Fla aquí! ¿Vendréis a verlo no?—Graça y Délia sonríen a la vez. No les gusta el fútbol demasiado y menos el llamado O mais querido do Brasil, para ellas, el más odiado.

Sentando cátedra (Tyler Berger - Stanford, 15 de marzo de 2018)

Tyler no acostumbra a dar conferencias. La de hoy es una excepción. Como representante de Pacific Investment Management presenta una ponencia en la Universidad de Stanford bajo el título "Tiempo de cambio: nuevos retos para la inversión". Los alumnos de la prestigiosa entidad californiana escuchan atentos las palabras del vástago del magnate Michael Berger. Muchos le otorgan simplemente el mérito de ser hijo de su padre, nada más. A Tyler no le gusta ese desprecio, aunque no se esfuerza demasiado en cambiar las opiniones. Por ejemplo, no ha preparado en absoluto la conferencia de hoy. Escupe frases sin trascendencia llenas de circunloquios que no llevan a ningún lado. Alguno de los asistentes comienza a cabecear. Hace media hora que empezó a hablar y Tyler ya quiere dar por finalizado su monólogo, así que abre el turno de preguntas. Su emocionante discurso no provoca reacciones en el público, sólo un estudiante levanta la mano para intervenir.
—Buenos días. Mi nombre es Miguel González. Soy alumno del máster de Financiación Internacional de Stanford.—Tyler se percata del acento mexicano del joven que interviene. No le caen bien los extranjeros, menos los que llegan del otro lado del Río Grande. Si por él fuese, levantaría un muro que separase México de Estados Unidos.—Creo que su empresa está realizando un estudio de campo en la Antártida para determinar la rentabilidad de la explotación de yacimientos petrolíferos en la zona. ¿Dónde está el respeto por los tratados internacionales que declaran a ese continente como tierra vedada para la explotación de sus recursos? Gracias.—
—Bien ...—Tyler no sabe qué contestar. Por varias razones. Primero, está estupefacto. No entiende como un simple estudiante foráneo conoce el proyecto más secreto de la Pacific Investment Management. Segundo, no tiene ni idea de lo que hace la empresa de su padre en la Artártida. Supone que fue en busca de oro negro, pero, tras la conversación de ayer, no tiene claro que el petróleo sea el objetivo. Y, por último, odia tener que explicarse ante lo que supone un ser inferior para él: un mexicano.—Veo que usted cree estar bien informado. Nada que ver. La Pacific está en la Antártida por un interés pura y estrictamente científico. ¿Petróleo? Vamos, hombre, ¿cómo nos lo permitiría la comunidad internacional?—
—En China, se ha hecho pública la colaboración de su empresa con el gobierno de ese país. Por eso digo lo del petróleo, no es una invención mía.—Tyler ni siquiera conocía esta colaboración.
—Cierto, cierto. Pero la explotación de petróleo es una iniciativa del gobierno de Pekín, no nuestra. Ellos nos dejan investigar en sus bases. No tenemos nada que ver con lo del petróleo.—
—¿Pretende decirme que ahora son una especie de ONG científica?—
—En ningún momento. Yo sólo digo que lo de la Antártida no tiene fines comerciales que pongan en peligro el ecosistema de la zona. Es un estudio con aplicaciones en otras partes del planeta. Pero, como comprenderá, no puedo revelar la integridad del proyecto.—La explicación de Tyler no parece haber convencido al joven mexicano. De todos modos, Berger Junior da por finalizada la conferencia. No quiere más quebraderos de cabeza. Por hoy, ya está bien.

Viaje al frío (Norma Makaroff - Ushuaia, 15 de marzo de 2018)

Hace dos horas que el barco partió del puerto de Ushuaia. Todo ha ocurrido a una velocidad imposible de asimilar. Norma, junto con un destacamento de la Pacific Investment Management, viaja hacia la base en la Antártida que tantos problemas está ocasionando a Teruggi y Asociados. De madrugada, tomaron un vuelo desde el aeropuerto de Ezeiza con destino a Tierra del Fuego. Después, casi sin tiempo para acomodarse al clima del sur de la Patagonia, se embarcaron en una nave dispuesta por la empresa de Tyler Berger. No parece que sea el trabajo de una abogada acudir a este tipo de eventos, pero Norma sabe el dinero que aporta el Señor Berger a su despacho. Todo sea por el bien de Teruggi y Asociados.
El azul de los mares del sur relaja a Norma. Nadie dialoga. Sólo se escucha el ruido del potente motor de la embarcación que les transporta hacia el continente helado. Norma no aguanta el silencio. Ni siquiera sabe cómo se llama la base a la que tienen previsto llegar. Su curiosidad le obliga a levantarse de su asiento y acercarse a la cabina de mando. Por el camino se encuentra con el jefe del destacamento de la Pacific Investment Management. Tiene que preguntar:
—Disculpe, ¿cuál es el nombre de la base a la que nos dirigimos?—
—Usted es la abogada, ¿no? Creo que eso no importa. Sólo importa que haga su trabajo, que firmen los documentos y nos vayamos cuanto antes de vuelta a Ushuaia.—Alfredo Campos aparta de su camino a Norma y se aleja.
—Perdone de nuevo, insisto. Necesito saber el nombre de la base. Si no me lo dice usted, me lo dirá el capitán del barco. De todos modos, informaré de su comportamiento.—Apenas termina de hablar Norma, Campos se gira y con mirada amenazante cambia de sentido en su caminar.
—¿Me está amenazando? No sé qué extraño motivo encontró el Señor Berger para contratar los servicios de su despacho, pero, desde luego, puede informar de lo que le venga en gana. Él sabe que puede confiar en mí y en el Señor Madison. Lo que haga usted, al margen de su encomienda, me da igual. Y, créame, al Señor Berger, también.—
Las desalentadoras palabras de Campos no frenan el ansia de Norma. Pese a que no le contesta, no ceja en su empeño y, ahora sí, pretende interrogar al capitán. Al entrar a la cabina del barco escucha a un miembro de la tripulación dirigirse al capitán. No oye todo lo que dicen, de hecho, coge la conversación ya empezada, aunque escucha lo suficiente para sospechar que algo no va como esperaba. El capitán y su subordinado hablaban de chinos. ¿Chinos en la Antártida? Hay algo que Norma no sabe y lo quiere averiguar.
—Perdón, capitán, ¿chinos? ¿Qué dice de chinos?—El capitán y su compañero se alteran al comprobar que Norma acaba de entrar en la cabina. Sin embargo, pronto se serenan.
—Por supuesto, señorita. ¿Acaso no la han informado? Nos dirigimos a la base Gran Muralla. Es una base china instalada en la Isla Veinticinco de Mayo.—
—No lo sabía. ¿Una base china? ¿Qué tiene que ver eso con la Pacific? La verdad, pensé que nos dirigíamos a una base nacional, en todo caso de Estados Unidos.—
Norma no entiende nada. Es toda una novedad que la base sea china. Una empresa americana en un proyecto común con el gobierno de la República Popular China actuando en una base en suelo de la Antártida Argentina. Todo es muy extraño. Lo más sorprendente para Norma es que la Pacific le oculte información. ¿A cuento de qué tanto secretismo?

Camino a París (Duarte Vieites - Arteixo, 15 de marzo de 2018)

En Arteixo, a las 5 y media de la madrugada, el rocío se apodera de todo lo que carece de techo. Los parabrisas de los coches de los trabajadores del Grupo Inditext están cubiertos de una finísima capa de escarcha. Duarte Vieites aún no ha firmado el contrato que le vincula a la empresa de Amancio Ortega. Espera, impaciente, en al otro lado de la reja que separa el aparcamiento de camiones de la carretera común. De pronto, el vigilante le hace un gesto para que se acerque:
—¿Le puedo ayudar en algo?—
—Estoy esperando. Me dijeron que me presentase aquí. Soy un transportista nuevo. La verdad es que no sé a quién me debo dirigir.—Duarte mide sus palabras. El nerviosismo le puede.
—Pues pase, pase. ¿Ve las cocheras? Espere por ahí. Vendrán pronto.—
—Gracias. Eso espero, hace un frío de muerte.—Duarte se frota los brazos.
La espera mina el alma inquieta de Duarte. Quiere acción. Estar parado de pie esperando a un desconocido le consume por dentro. Camina de un lado a otro buscando un poco de calma. Al cabo de quince minutos llega un hombre. Bajo, algo rechoncho y de bigote negro.
—Rapaz, eres el nuevo, ¿no?—
—Soy, sí. Encantado de conocerle. Me llamo Duarte Vieites. Me dijeron que aquí me indicarían que debo hacer.—
—Yo soy Moncho, tanto gusto. Aquí lo que tienes que hacer es conducir y cumplir con lo que te pidan. El viaje a Francia es habitual, ya te acostumbrarás. Pero vente a tomar un café, hombre, que hasta las seis no empieza a funcionar esto.—
Un café nunca está de más. A no ser que seas un tipo extremadamente nervioso, como es el caso de Duarte. De todos modos, acepta, ¿qué otra cosa podría hacer hasta las seis? De Moncho todavía no sabe si es su jefe o su compañero. Al menos, parece simpático. Tiene que tranquilizarse. Queda mucho día por delante y debe mostrar serenidad. Anoche, estuvo mirando por internet las entradas a París y se quedó asombrado de la cantidad de tráfico que genera la Ciudad de la Luz. Lo cierto es que este viaje le da miedo. Teme no estar a la altura de las expectativas. Ojalá todo vaya bien, se dice.
Moncho se detiene junto a una máquina de café. No era lo que esperaba Duarte. Él quería ir a una cafetería. Sin decir nada, Moncho compra dos capuchinos. Duarte odia el capuchino. Detesta tener que retirar la espuma que no deja ver el café. No obstante, el olor que desprenden estos dos es especial. Están muy cargados de canela. Eso compensa la espuma. Duarte toma el vaso de plástico en la mano cuando Moncho se lo ofrece. Quema. Le da las gracias a su nuevo conocido.
—No es muy bueno, pero es lo que hay. Y tú, ¿qué hacías antes?—
—¿Antes de qué?—El nerviosismo de Duarte le hace dudar hasta de las cuestiones más obvias.—Supongo que dices antes de trabajar aquí.—Rectifica a tiempo.—Pues, realmente, nada, estaba en paro.—
—Ya, pero antes, antes de estar en paro. Algo harías, ¿no?—Moncho sigue interrogando.
—Un poco de todo. Según salían las cosas.—No quiere mentir, pero Duarte tampoco quiere revelar que estuvo en la cárcel.
Moncho mira con desconfianza al nuevo camionero. De un sorbo, ingiere la infusión. Después, emite un sonido de satisfacción, un ah prolongado que responde más al deseo de hacer algo que al sabor del café. Duarte consume su bebida con menos rapidez. No puede apartar la vista de la parte trasera de un tráiler que sobresale de un garaje. Tiene la mirada perdida. Sólo piensa en lo que vendrá luego. No existe el presente ni el pasado para Duarte, únicamente el futuro.

En la peluquería (Ife Adu - Ado Ekiti, 14 de marzo de 2018)

Ife prefiere el rito de la peluquería al ifá. Todos los sábados por la mañana acude a casa de Jaiyesimi. Su amiga destina parte de su vivienda a la peluquería. Es tan acogedora como simple. Tres taburetes, un espejo, un secador de pelo y, eso sí, cuatro paredes empapeladas con fotos de famosos. Un gran póster de un Seal de los años 90 sobresale por encima del espejo en el que Ife contempla los progresos de su peluquera habitual.
—Yo creo que unas mechas malvas te quedarían genial.—Jaiyesimi trata de innovar con la cabellera de Ife. Su nombre, "deja que el mundo descanse" en yoruba, significa justo lo contrario a su personalidad hiperactiva.
—A ver, Simi, que no. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? Si sigues insistiendo me voy. Y no vuelvo. Poner trenzas malvas... ¡A mí, no!—
—Cambia un poco el look, mujer. Tienes que destacar o se te va a pasar el arroz. Ya tienes 19 años. Espabila.—Tomike ocupa otro taburete. Ella no está en casa de Jaiyesimi para arreglarse la melena, sino para cotillear. ¿Qué mejor que ir a la peluquería para intercambiar opiniones?
Kokumo, la cuarta en discordia, contempla impasible la escena. Ella sí espera su turno. Y le gustan los chismes, aunque no tanto como a sus amigas. Mira con envidia a Ife. Le gustaría tener la belleza y la juventud de su conocida. Se imagina las puertas que se le abrirían con la presencia de Ife. Está deseando viajar a Londres y buscar un futuro allí. Sería magnífico un trabajo como azafata de congresos, piensa mientras clava sus ojos en el hermoso rostro de Ife. Ella sola no, pero con Ife de compañera de viaje, tal vez.
—En Londres es lo último. Mechas malvas. Aunque a ti no te hacen falta, ni malvas, ni verdes. Tú ya eres guapa sin ningún complemento. Ni siquiera necesitas maquillaje.—Kokumo rompe su silencio para halagar a Ife.
—¡Mira tú a Kokumo! Si al final le van a gustar las tías, ja, ja, ja, ja.—Jaiyesimi no para de reír. Su risa contagia a todas menos a la que es el centro de la burla.
—Sólo digo que Ife es mucho más guapa que nosotras y que ni tu ni Tomike estáis autorizadas para dar consejos de belleza a una mujer que supera ampliamente en ese campo.—
—Si te gusta, se lo dices en la intimidad. No nos dés este espectáculo, Kokumo.—Tomike carga de nuevo contra la aduladora y Jaiyesimi e Ife le acompañan con sus carcajadas.
—Bueno, ya veo que hoy la tomasteis conmigo. Cuando acabes con Ife me avisas, que tengo cosas que hacer en vez de estar sentada aquí como un pasmarote para vosotras.—Kokumo, enojada, se levanta del taburete y se va de casa de la peluquera.
—No te enfades, no es nada personal. Sólo que nos aburríamos. No te enfades.—Ife intenta calmar a su amiga antes de que abandone el lugar. No puede girar el cuello, Simi está con las tijeras en acción, por lo que no se da cuenta que Kokumo ya no está en la peluquería.
—Se fue, pero si quieres algo más, puedes ir a buscarla cuando termine contigo. Nunca vi besarse a dos mujeres.—Jaiyesimi vuelve a reír. Esta vez sólo la acompaña Tomike.

Una proposición ¿indecente? (Nadya Suslova - San Petersburgo, 14 de marzo de 2018)

Se ve a kilómetros que no es uno más. La PDA de última generación que airea mientras discute con el que parece su asistente supone seis meses de trabajo para Nadya. Los zapatos, de hechura clásica y sin distintivos de marca, otros dos meses más. El pantalón, gris marengo, deja entrever en el borde de sus bolsillos italianos el logo de Emporio Armani. La camisa, de color azulón, lleva bordado "Versace" a la altura del pecho, aunque las letras están cortadas por arriba. Su reloj, cómo no, es un Rolex. Lleva un pendiente de diamantes, esa es la impresión de Nadya. Y gafas de sol. También con el logo de Armani. Nadya piensa que hay dos opciones: o compra falsificaciones en el mercadillo o está ante un auténtico millonario. 
El personaje en cuestión, tras despachar de un modo brusco a la persona con la que hablaba, se dirige a recepción. Nadya, claro, está nerviosa. Aunque el Sokos es un hotel caro y los clientes adinerados abundan, algo le dice que éste es especial. Trata de calmar los ánimos, la presencia de alguien con tanto dinero le impone mucho respeto. Una mala contestación y el gerente del hotel la pondría de patitas en la calle en milésimas de segundo.
—¿Cuál es su nombre señorita? ¿Con quién tengo el placer de conversar?—El caballero misterioso retira las gafas y deja ver unos ojos de un azul intenso extraordinario.
—Nadya, Nadya Suslova, señor. ¿En qué le puedo ayudar?—La voz de Nadya tiembla a pesar de su esfuerzo para que eso no suceda.
—Señor, no, por favor. Para ti soy Shasha, Nadya. He estado parado antes allí, en la entrada, y no he podido evitar fijarme en ti. Eres muy guapa, Nadya.—
—Gracias, señor. Dígame, ¿en qué le puedo ayudar?—Nadya se ruboriza, pero no pierde las formas.
—¡Te he dicho que no me llames señor!—El elevado tono empleado por el desconocido la asusta.—Soy Sasha, ¿entiendes? Sasha Surikov, si quieres mi apellido. Tutéame, ¿vale?—Nadya asiente con la cabeza.—¿Has pensado alguna vez en sacarle partido a ese regalo de Dios?—
—¿A qué regalo, señor? Perdón, Sasha.—
—¡A ti! ¡A tu cuerpo! ¡A tu cara!—Surikov vuelve a perder los nervios.—Mírate. Eres preciosa. Estás desaprovechando tu vida en esta recepción de hotel. Yo puedo ofrecerte algo mejor.—
—Soy feliz aquí. No necesito nada mejor, gracias.—Nadya se sorprende de la risa de Surikov tras oír su rechazo.
—¿No necesitas nada mejor? ¿Estás segura? ¿Cuánto ganas al mes?—
—Ocho novokat.—Surikov ríe de nuevo.
—Yo puedo ofrecerte diez veces tu sueldo. Y sólo por ser tan bonita.—
—¿Haciendo qué?—
—Pues, cielo, ¿tú qué crees que da tanto dinero? Seguro que lo harás muy bien. Tú puedes.—
—Por favor, váyase. ¡Váyase ahora mismo!—Nadya señala la puerta principal enérgicamente. Su grito se escucha en toda la planta baja. Compañeros y clientes miran extrañados.
—Infeliz. ¡Bah!—Surikov realiza un gesto de desprecio con su mano derecha y se va sin más ruido.
Nadya se avergüenza todavía más. Todos la están mirando. Desde la computadora, envía la orden de impresión de un formulario para tener una excusa y abandonar la recepción. Necesita respirar y eliminar esos mofletes colorados que siente arder. Mientras se tranquiliza en el despacho de contabilidad, medita sobre lo que acaba de ocurrir. Le repugna la idea de prostituirse, pero ochenta novokat es una auténtica fortuna. Tiene una sensación agridulce. Quiere reafirmarse en su postura, aunque al pensar en el dinero, se le hace muy difícil. Ochenta novokat, ochenta novokat, ¡ochenta!

El Templo Dorado (Fauja Singh - Amritsar, 14 de marzo de 2018)

A veces, los seres humanos nos preguntamos por el motivo que propició que las cosas sean como son. El porqué de la vida, de las consecuencias de las acciones, de la muerte, de las desgracias. Las religiones intentan explicarlo todo, con mayor o menor misticismo, y gente como Fauja Singh les da su voto de confianza. Por eso, cada visita al Hamandir Sahib, el Templo Dorado, le acerca a lo que él llama "la cúspide del conocimiento". Porque lo real es únicamente lo que nosotros precibimos como tal y Fauja así lo siente. 
Sus hijos aún están formando su realidad trascendental. No se hacen grandes preguntas, como muchos de nosotros, simplemente viven su vida. Fauja se las hizo y su padre le contestó siempre con el sijismo como bandera. Las apreciaciones de su progenitor fueron bien recibidas por el arrocero y, como buen alumno, trata de transmitir las enseñanzas a sus descendientes. El sijismo es su explicación de la realidad y quiere que también lo sea para sus hijos.
Fauja contempla atento las caras de sus pequeños. Ninguna refleja nada nuevo. La estancia en el Hamandir Sahib no parece haberles afectado demasiado. Sabe que debe tener paciencia. Pero no la tiene:
—No os veo muy entusiasmados. Somos unos privilegiados. Vivimos en Amritsar, la ciudad en la que se construyó el Hamandir Sahib. Espero que, aunque no lo sepáis valorar ahora, sí lo hagáis en el futuro. Sois jóvenes e ignorantes, pero eso no va a ser siempre así.—Las miradas de incredulidad de los críos no frenan el discurso de Fauja.—Hay una razón para todo. Vosotros debéis encontrarla. Nada es gratuito, todo tiene sentido. El camino es la armonía y la paz. Sois mis hijos y hasta que entendáis esto no seréis unos hombres.—
Ni una palabra de respuesta. Nadie contradice a papá. Ajay Singh, el más joven, va de la mano de su padre. Le mira con sus ojos oscuros como platos. No entiende el significado del día que ha decidido compartir con ellos, pero sabe que es importante porque su procreador presenta un semblante serio. Ajay sólo tiene cinco años y ya comprende cuando debe mostrar respeto por sus mayores. En días como el de hoy por ejemplo. Así lo hace. Escuchando. Con eso, piensa, bastará para contentar a papá.
A la orilla del lago, la familia detiene su caminar. Jagjit, el mayor de los vástagos de Fauja, rompe el silencio:
—Papá, ¿por qué paramos aquí? ¿Por qué nos trajiste a los tres al templo? Ellos son pequeños, unos bebés, no comprenderán nada de lo que tratas de inculcarles. Yo sí, ya soy un hombre.—Jangjit mira de reojo a Ajay y a Hargobind.
—Tú no eres un hombre. Un hombre no necesita preguntar los porqués de las cosas. Un hombre elige un camino y lo sigue. Aprende los porqués y no los formula, sino que se los explica a los niños para que ellos también hagan lo mismo en un futuro. Un hombre no busca ser especial entre sus hermanos ni pretende ser lo que no es ni será. Un hombre acepta la realidad, la entiende y se la hace saber a los que le rodean. Yo soy un hombre, hijo; a ti, te queda mucho para serlo.—
Cabizbajo, Jangjit se lamenta. La reprimenda moral de su padre le duele. Siente vergüenza, que se acrecienta  al notar la burla con la que le castigan con sus sonrisas sus hermanos. No era necesario, cree Jangjit, que su padre se dirigiese a él en esos términos tan drásticos. La vida no es es así, se dice; los hombres no tienen tan claras las cosas. Desde luego, él no. 

Mejor que nada (Duarte Vieites - A Coruña, 14 de marzo de 2018)

La llamada de Carlos fue una sorpresa. Duarte aún está digiriendo las novedades. Su amigo le ofreció un trabajo. Por fin. Ahora, Duarte, que dijo que lo pensaría, debe rechazarlo o aceptarlo. Carlos le dio una hora para reflexionar. Necesita un camionero ya para cubrir la contrata con Inditext: llevar ropa de Zara a la distribuidora de París. Uno de sus hombres falleció repentinamente y se ve obligado a cubrir su baja de con la misma celeridad.
—Hola, Carlos, soy yo de nuevo.—Duarte casi consume el plazo que le otorgó su amigo para llamar.—Oye, que sí, que acepto. Nunca hice de camionero, pero creo que lo haré bien. Te agradezco que te acordases de mí, sobre todo, con lo mal que lo estoy pasando estos días.—Un trabajo es mejor que nada, cree Duarte.
—No importa. No hay nada que agradecer. Necesitaba cubrir ese puesto rápidamente y supe que podía contar contigo. Mañana a las seis de la mañana, tendrás que venir por Sabón a coger el camión. Ya estará cargado con la mercancía. Tienes que llevarla a Saint-Denis, en las afueras de París. Vas acompañado de una flota de otros seis camiones. No debes tener ningún problema. Confío en que todo salga bien.—
—No habrá problemas. Nunca he estado en Francia. Con este trabajo, también haré turismo.—La tímida risa de Duarte no obtiene respuesta al otro lado del teléfono.—En fin, que me alegro mucho de que me dés esta oportunidad. No te fallaré. Gracias, mil gracias, Carlos.—
—Por nada, Duarte. Tú cumple y yo cumplo. Así de simple. Cúidate. Ya te irá indicando el jefe de equipo los transportes siguientes. Felicidades. Chao.—
—Chao, jefe. Graciñas, tío.—Duarte se despide de su amigo, convertido ahora en su patrón.
Todavía con la alegría en el cuerpo, Duarte ya piensa en liberar adrenalina en el gimnasio. De todos modos, el corazón le late a un ritmo fuera de lo común, parece que le va a estallar. En estas condiciones, lo ideal no es ponerse a hacer puños con un saco de arena. Pero él lo necesita. Es su forma de celebrar el triunfo que supone estar de nuevo con empleo.
Mientras prepara la mochila para cambiarse en el gimnasio, Duarte se acuerda de que mañana por la noche, París acogerá una velada de K1. Excelente coincidencia. Nada más y nada menos que el hijo de Ernesto Hoost, su ídolo, debutará en la categoría. Robin Hoost es una de las mayores promesas de la disciplina que combina el muay thai, kárate, taekwondo, kickboxing y boxeo. Si dispone de dos horitas tras hacer su trabajo, intentará asistir al evento. Cueste lo que cueste. El estreno del hijo del gran Hoost merece su presencia. Y estará.

Globalización (Galarrwuy Wirrpanda - Hermannsburg, 14 de marzo de 2009)

—No entiendo cómo se lo pueden ocultar a todo un país.—Galarrwuy Wirrpanda comenta con su mujer las noticias. Le sorprende que el asesinato del presidente de Senegal se difunda en el mundo erróneamente conocido como Occidente antes que en el propio país donde sucedió.
—La gente no está pendiente de la tele todo el día, sólo yo.—Raymattja, su mujer, sonríe.
—Aún así, en 2018, con la globalización que tenemos, con noticias al momento hasta en el papel higiénico, ¿cómo puede estar Senegal entero desinformado?—
—Mira, dicen que censuró la información el gobierno senegalés.—Raymattja calla y los dos prestan toda su atención al locutor de la CNN Australia. La administración de Senegal, temiendo que el pueblo wolof culpase a los activistas de Casamance del asesinato, hace todo lo posible para ocultar la información. Hasta que sea inevitable. Es de madrugada en Australia, las dos. En Senegal, todavía son las cuatro de la tarde.
El asesinato de Abou M'Baye acaba de producirse. En el noticiero, explican que el gobierno senegalés intenta que el país siga tranquilo hasta la puesta de sol. Ese tiempo lo aprovechará para, cuidadosamente, controlar las calles y mañana, lanzar un toque de queda.
Los acontecimientos superan a Galarrwuy. Le resulta completamente incomprensible que, con la televisión digital e internet, los senegaleses no se enteren de lo que ocurre. El conflicto étnico entre wolofs y diolas era algo desconocido para él. Pero no cree que los dirigentes africanos logren su objetivo de engañar al pueblo. Tampoco considera acertada la decisión de ocultar el magnicidio. Con los datos que ahora posee, Galarrwuy predice una guerra civil.
—No va a salir bien. Cuando la gente sepa lo que pasa, saldrá a la calle. Cuando sepan que su gobierno les ha mentido, se volverán locos e incontrolables. No habrá ejército que les pare los pies. Y, si es verdad lo que dicen los periodistas del problema étnico, el asesinato de su presidente desembocará en una guerra. Sin arreglo.—Las palabras de Galarrwuy son negadas por su mujer con un simple movimiento de desaprobación con su cabeza.
—Siempre te pones en el peor de los casos. Quizás, todos no, pero mucha gente puede llegar a la noche sin saber nada. Ahí ya estarán los soldados en la calle y será más fácil contener a las masas enfurecidas. Además, ¿tú sabes si era buen presidente?—Raymattja vuelve a sonreír.
—Con eso no se bromea, Mattja. Bueno o no, no es forma de acabar con su mandato. Y te recuerdo que esto no es nuevo. El ser humano es su peor enemigo. De lo mínimo crea una cuestión vital y se enzarza en luchas inútiles. Todos somos hermanos. Hay que hacérselo ver. Conociendo la verdad, no habría guerras.—Galarrwuy reposa su cabeza en el sofá de tal modo que su vista queda fija en el techo. Parece que está en trance.
—Ay, el filósofo. ¿Ya tienes el remedio para acabar con los males del hombre? Pues te diré yo otro: si me echases una mano en casa, yo ya estaría metidita en cama y no planchando en la sala mientras tú ves la tele tomándote una Carling. ¿No crees que eso sería positivo para el ser humano?—Ahora, el que sonríe es Galarrwuy. Raymattja acaba sucumbiendo al gesto de su marido y le acompaña con la mueca, restándole importancia a la reprimenda que le acaba de regalar.

La víspera (Délia Lotto - Salvador, 14 de marzo de 2018)

Las tardes en la playa de Itapuã llegan a su fin. Délia, matriculada en el Máster de Biología Marina de la Universidade Federal da Bahia, comienza las prácticas mañana. El suyo es uno de los mejores expedientes, lo que le permitió elegir el lugar de realización: los Abrolhos. Se trata de un archipiélago de origen volcánico al sur del estado de Bahía. El Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Energías Renovables controla el parque nacional marino con el apoyo del ejército. Délia permanecerá bajo las órdenes de biólogos de la Marina Brasileña con el objetivo de estudiar a las yubartas, las ballenas jorobadas, frecuentes en la zona. Sin embargo, ella está ilusionada por poder bucear en un universo de corales, lo cetáceos no son su pasión.
Délia está preparando la maleta. Su padre espera impaciente en la sala. Él será su chófer hasta el puerto de Caravelas. Allí tomará un barco hasta los Abrolhos. No es época de ballenas, ya que su migración empieza en julio, pero, en esta ocasión, una yubarta, a la que bautizaron como Guarita por la isla desde la que la avistaron por primera vez, permanece en aguas brasileñas. Los científicos están estudiando su comportamiento, labor a la que se unirá Délia durante un mes.
El viaje hasta la isla de Santa Bárbara le llevará todo el día. Es lo que molesta a su padre, Adriano. Tendrá que pernoctar en Caravelas y eso no le apetece. Pero no hay remedio, sería una locura volver en coche y recorrer otros mil kilómetros de vuelta.
A Délia le preocupan otras cosas. En Santa Bárbara, de menos de dos kilómetros cuadrados de extensión, hay una capilla, un faro y unas cuantas viviendas de militares y científicos. ¿Qué hará cuando no esté trabajando? Si la convivencia es mala, ¿dónde se puede refugiar? A pesar de todo, ella sabe que la decisión de ir a los Abrolhos es la correcta. Charles Darwin, su ídolo, llegó con el Beagle en 1832. Délia desea acercarse a la trascendencia de los descubrimientos del naturalista inglés.
Entre las pertenencias que se lleva a la isla, Délia incluye un libro sobre las yubartas, "The Humpback Whale Blue Way". El documento describe los hábitos reproductivos de esta especie. A Délia, que ya comenzó a leerlo, le llama la atención que las ballenas jorobadas lleguen desde la Antártida a Brasil para escapar de sus depredadores. Tanta distancia para procrear tranquilas en aguas más cálidas.
Los científicos del ejército ya le habían comunicado el motivo del estudio. La ballena Guarita es una excepción y tratan de conocer el motivo de su permanencia en aguas brasileñas. Una expedición de científicos partirá en una semana hacia la Antártida para hacer un seguimiento a las compañeras de Guarita, que sí regresaron a su punto de origen. Siete días de corales, llegan. Eso cree Délia. Sería maravilloso poder formar parte del destacamento que vaya hacia el continente helado. Por el momento, es el cuento de la lechera. Délia todavía sigue en Salvador, haciendo una maleta que no parece tener fin.

Entre algodones (Li Fang - Hong Kong, 14 de marzo de 2018)

—Úntala en algodón y extiende la povidona yodada por la herida. ¿La limpiaste bien con agua oxigenada?—El padre de Fang disfruta ordenando a su mujer.—Lo mejor será ir pronto al hospital.
—¿A cuál? Todos están lejos.—La madre de Li Fang intenta desinfectar la hendidura que se provocó su hija en la mano al cortar unas verduras para la cena.
—Al Canossa. Creo que es donde mejor la tratarán. Estando Cáritas detrás, ..., sin duda.—Li Hong, como buen patriarca, toma la decisión.
—No sé como queréis echarle povidona, ¡no paro de sangrar! Si vamos a ir a un hospital, tenemos que ir ya.—
—Tranquila, Fang. Tu padre ha llamado a un taxi. Está de camino.—
—Mamá, ¿de camino? Ya tendría que estar aquí.—Fang no es tan paciente como su madre.
A los dos minutos, suena el timbre del portal. Es el taxista: está abajo esperando. Hija, padre y madre abandonan el piso a las carreras y, tras una larga espera por el ascensor, llegan al taxi. Allí, un sonriente conductor les ayuda a acomodarse. El destino está claro.
La radio del vehículo está encendida. Unos intelectuales discuten acerca de la forma en la que el gobierno chino está empleando los fondos públicos. Hong Kong sigue fiel a su condición de regreso a la República Popular China: un país, dos sistemas. Aquí, todavía está vigente la distinción radical entre fondos públicos y fondos privados. Los contertulios que dialogan en el programa que suena en el taxi están de acuerdo en que el gobierno chino sólo debe intervenir en la economía de Hong Kong como un salvavidas. También coinciden al afirmar que la financiación de investigaciones científicas fuera del territorio nacional supone un despilfarro. Hablan de una expedición en la Antártida cofinanciada con la Pacific Investment Management, la última aventura de los administradores de la región especial hongkonesa.
—Ahí seguro que habría hielo. No como en nuestra nevera.—Hong refunfuña y mira directamente a su esposa.
—Tengo que estar en todo. También podrías haber rellenado los cubitos tú.—
—¡Escuchad! Dicen que esa expedición, la de la Antártida, puede ser trascendental. Si Hong Kong descubre petróleo, sería petróleo chino, da igual que esté en territorio argentino. Eso sería una noticia espléndida.—La recesión económica en China ha sido brutal este año. Fang deja ver su lado patriótico sin dejar de presionar con una toalla en la herida de su mano.
Los analistas radiofónicos se postulan en contra de emprender nuevas iniciativas similares a la que se está realizando en el continente austral. Opinan que el riesgo a venir con las manos vacías justifica la inhibición. Aún así, reconocen, todos menos uno, que si se llegase a descubrir un yacimiento petrolífero relevante, lo lógico sería continuar con esa línea de actuación.
Fang escucha con atención. La Antártida, ese lugar mágico en el que el hombre no pudo reinar. Se imagina un paisaje blanco con destellos azulados. Un universo de hielo sin personas. Bajo un cielo despejado y con un aire puro, casi angelical. La antítesis de Kowloon. Sin estrés, sólo con tiempo para vivir. Le hubiese gustado ser una expedicionaria más. Con la mirada perdida en el trajín de la ciudad, Fang deja volar su imaginación. Ni el ruido atronador de la fuerte lluvia que castiga Hong Kong consigue hacerla despertar de su fabulación.

Desayuno inglés (John Owen - Liverpool, 14 de marzo de 2018)

Le quedan dos días de vacaciones. John no ha aprovechado esta semana de descanso y se compromete a cambiar su dinámica estas dos jornadas que le restan. Aunque no tiene la obligación, hoy, madruga. A las cinco y media de la mañana, John ya está desayunando. Un buen desayuno inglés, como es de ley. Él mismo prepara la panceta frita, las judías estofadas, los huevos fritos, las salchichas y la salsa para carnes. Le gusta desayunar fuerte viendo la televisión, sobre todo, cuando no tiene que trabajar.
Zapea sin ton ni son. Mientras cambia de canal, su estómago le dice que un cruasán de chocolate no estaría mal para rematar la comilona. Claro que todo esto lo habría que regar con una pinta de Carling y un té negro. John da buena cuenta del suculento tentempié sin preocuparse en demasía por lo que sale en la pantalla, pues no hablan del Everton.
El noticiero de la BBC comenta la muerte del presidente de Senegal. John presta la mínima atención. Otro golpe de estado más en África, piensa. Sin embargo, súbitamente, se atraganta con las alubias: el corresponsal del informativo británico es su hermano Paul. De inmediato, para de comer y telefonea a Paul. ¿El prefijo de Senegal? John tiene que detenerse y revisar en su portátil cuál es el número para llamar a Dakar desde Inglaterra. Finalmente lo encuentra. Marca el 221 y el número del móvil de su hermano.
Paul no contesta. Normal. Hace dos segundos que realizaba una conexión en directo para la televisión británica. No obstante, John Owen insiste. Al fin, su hermano atiende la llamada:
—¿Sí?—
—¿Pero qué coño estás haciendo en África?—John está alterado.
—Trabajar, John, trabajar. Soy periodista e informo. Me pagan por esto, ¿entiendes?—La voz de Paul transmite disgusto.
—No avisaste a nadie de la familia. Casi vomito el desayuno. Pongo la tele y te veo a ti allí, en África. Tú estás chalado. ¿Quieres que te maten?—
—Afortunadamente, querido hermano, en África vive gente, no todos mueren por el mero hecho de residir aquí. Además, estoy en Senegal, Se-ne-gal. África no es un todo homogéneo. Y, para tu información, te diré que no corro ningún peligro y que, si así fuese, pues, bien por mí. Es mi trabajo, mi responsabilidad también, y asumo todas las consecuencias.—El tono de Paul no varía.
—¿Consecuencias? Las consecuencias son muy limitadas. Te van a pegar un tiro. Esa es la única consecuencia. Haz el favor de volverte a Inglaterra. Ya tienes una edad para jugar a los soldaditos.—
—Ya que lo dices, vuelvo el día 30 de este mes. Pero no voy directamente a Londres, estaré una semana en París. Cosas del trabajo.—Paul ríe. Se regodea de la desesperación de su hermano. Su estancia en París, seguramente, aumentará el enojo de John.
—Perfecto. A París. ¿No te paraste a pensar en que, a lo mejor, lo más prudente es irte a París hoy mismo? Paul, vuelve, por favor. Vuelve ya.—
—Gracias por llamar, John, y por preocuparte por tu hermanito. Sé lo que tengo que hacer. Estate tranquilo en tu sofá. Aquí no pasa nada de extrema gravedad. Regresaré de una pieza en abril para llevarte un regalo de cumpleaños con un toque africano.—Paul trata de calmar a John. Se da cuenta de que su actitud altera todavía más a su hermano.
—Me tienes muy preocupado. Supongo que recapacitarás y abandonarás el país en breve. Por tu bien. Te lo suplico. Vuelve.—
—No hay problema. Relájate, John. Dale saludos a mamá. Nos vemos en abril. Chao, toffee.—
—Hasto pronto, Paul. Cúidate.—John Owen se despide resignado.
Al mismo tiempo que hablaba con Paul, John miraba de reojo las noticias. Los analistas vaticinaban una pronta guerra civil si el parlamento no lograba apaciguar los ánimos de la etnia wolof, que culpaba a los diola de la muerte de Abou M'Baye. Él no tiene ni idea de qué conflictos hablan. ¿Wolof? ¿Diola? Si hasta hace cinco minutos no tenía claro que Senegal fuese un país. A partir de ahora, prestará mucha más atención a las noticias que lleguen de Dakar. Su hermano le ha amargado los dos días de vacaciones que le quedaban.

En 48 pulgadas (Latif Seck - Dakar, 14 de marzo de 2018)

Televisión y fútbol. Si se dan estos factores, el bar de Malick se llena. Es el caso. Se disputa un partido de la Liga de Campeones: Milan-Chelsea. Latif, evidentemente, no se pierde la cita. Varios compañeros del Xam-Xam lo acompañan. Toman un refresco mezclados con los vecinos del barrio mientras comentan el desarrollo del encuentro. La pasión por el fútbol de Latif es desmedida. Le encanta el Milan. A Petisco, otro de los integrantes del equipo del distrito de Bel-Air, no. Él siempre tuvo simpatía por el Chelsea. Eso anima mucho más la velada.
—¿Viste lo que acaba de hacer? ¡No me lo puedo creer! A bote pronto, remató casi sin ángulo. ¡Increíble!—Latif sobredimensiona una jugada de Andrea Invernizzi, su ídolo.
—A ver, es lo único que ha hecho en este partido. No hay color, hombre. El Milan no tiene nada.—Petisco critica al equipo rossonero justo cuando el árbitro pita el final de la primera parte. Empate sin goles.
Latif sonríe a la camarera por lo que pueda pasar. No hay que cerrarse puertas, se dice. Después, vuelve la vista hacia la pantalla del bar. Emiten las noticias. Un boletín breve aprovechando la parada del fútbol.
El alboroto del local disminuye drásticamente cuando sale la imagen del presidente del país, Abou M'Baye. El rótulo del informativo no deja lugar a dudas: M'Baye asesinado en viaje oficial. Los rostros de preocupación inundan el bar. Nadie puede atender a otra cosa que no sean las 48 pulgadas del televisor de Malick. Poco a poco, se hace el silencio.
La voz en off escupe datos sobre el incidente que no logran asimilar. Abou M'Baye había tomado posesión del cargo la semana anterior. Un miembro del Parti Démocratique Sénégalais condenaba el asesinato, aunque no especulaba sobre su autor. La Kasa. Los clientes del bar culpaban en voz alta a los terroristas de la región de Casamance. Dakar ha sufrido cuatro atentados este mes. Todos fueron atribuidos a Cákon-Wanosan, la organización paramilitar diola.
Latif está preocupado. Una especie de psicosis se había apoderado de Senegal desde que Cákon-Wanosan comenzó a matar. Lo que pensaba que era un hecho puntual se ha convertido en costumbre. Triste costumbre. La muerte del presidente le afecta. M'Baye era un reformista. Había prometido la paz con los rebeldes de Casamance. En sólo una semana, había iniciado unos cambios en el sistema de salud pública reclamados durante décadas. Él vivía con ilusión el mandato de M'Baye. Creía que todo mejoraría. Sin embargo, la noticia de su defunción le consumía en el desepero.
Petisco es de Cabo Verde, aunque vive en Senegal desde hace diez años. Suficientes para darse cuenta del drama nacional que supone este magnicidio. Lo peor será la reacción del pueblo wolof. Lo sabe él y lo sabe Latif. Hay cuatro jugadores del Xam-Xam que son de etnia diola. Dos de ellos, nacieron en Ziguinchor, la capital de Casamance. Petisco se acuerda de ellos en estos momentos de confusión.
A la Latif no le preocupan los compañeros de equipo. Las noticias no lo confirman, pero todos están convencidos de que el culpable es Cákon-Wanosan. Si los terroristas pueden matar al presidente, ¿qué no pueden hacer? Asimismo, eliminar a M'Baye supone un paso atrás en el proceso pacificador. De demostrarse que el asesinato del líder wolof es responsabilidad de un grupo radical diola, la violencia arrasará el país. La tensión acumulada entre wolofs y diolas es tal que un episodio como éste daría pie a una guerra civil. Y Latif no quiere estar en Dakar con las calles manchadas de sangre. Es momento de pensar en huir, porque todo apunta a que se ratificarán las previsiones más pesimistas. Adiós, Senegal.

Laburo (Norma Makaroff - Buenos Aires, 14 de marzo de 2018)

Norma acordó ayer reunirse con su jefe, Guillermo Teruggi, para tratar un tema de contratos. La compañía norteamericana Pacific Investment Management, una de las principales clientas de Teruggi y Asociados, tiene un problema contractual. Había contratado a veinte científicos para realizar una investigación en la Antártida Argentina, una encomienda que duraría tres meses. Al mes y medio de comenzar el trabajo, el jefe de la expedición, Anthony Madison, acordó con Michael Berger, propietario de la Pacific, el cese de la actividad. Fue un acuerdo verbal y siete de los científicos se niegan a abandonar la base. Quieren exprimir el contrato firmado con la financiera estadounidense. Anoche, Teruggi fue informado de la muerte de tres de los científicos. Éste podría haber sido el motivo del cambio de planes del hombre fuerte de Berger en la Antártida. Pero no hay noticias de la naturaleza de los fallecimientos, por lo que ni Norma ni su jefe se apresuran a juzgar la situación y establecer soluciones inmediatas.
—Como te dije ayer, algo pasó en la expedición que Berger la quiere dar por terminada. Le pregunté por cómo habían ocurrido esas muertes y no obtuve respuesta alguna. Me dijo "no me venga con pelotudeo, es un tema privado y punto". La verdad es que hay unos contratos firmados y en ellos no se recoge una posibilidad de finalizarlos diferente a que venciese el plazo de la expedición. Y la muerte claro. Berger nos pide, aconsejado por su encargado en la Antártida, que busquemos alguna argucia legal para obligar a todos los científicos a abandonar la misión. ¿Qué creés vos que podemos hacer?—
—Mirá, yo soy apenas un pichi acá. Es un caso complicado. Si no hay sinceramiento por su parte, difícil, Guillermo.—Hay buena relación entre Norma y su jefe, lo que le permite tratarlo con familiaridad.—Esto son problemas del año del jopo, porque hay un contrato firmado, ¿sí? No se puede hacer nada.—
—Me pintó aclararlo con Berger ayer cuando me telefoneó. No pude. Vos sabés como es este yanqui. Él nos paga para este tipo de escenario. Para resolver. Tenemos que hacer el aguante a los que quieren volver. Pienso que tenemos que ser dialoguistas con los otros. Y pienso que vos sos la indicada para esto.—Teruggi señala a Norma, que se hace la sorprendida aunque no lo está.
—Dale. No soy la indicada, pero, bueno, lo hago porque me lo pedís vos. Intentaré hablar con alguno de los rebeldes. ¿Tenés su número?—
—Y claro, está marcado en la agenda. Hay un doctor en Biología, Jorge Klimovsky, que parece que es el que los lidera de alguna forma. Quizás convencerle sea nuestra oportunidad.—Mientras habla su superior, Norma ya marca el número de contacto.
—Al habla Klimovsky, ¿quién llama?—Apenas suena la señal de línea y ya contestan a la llamada.
—Norma Makaroff, de Teruggi y Asociados. Hablo en representación de Pacific Investment Management. Me pidieron que me comunicara con ustedes para negociar los términos en los que quieren abandonar la expedición.—
—No es posible. No vamos a irnos. Vinimos aquí pensando en hacer algo importante, ahora, vemos que esto supera las espectativas. Lamentamente, cayeron tres compañeros, pero eso no cambia nada.—
—Lo cambia todo, señor Klimovsky. Michael Berger, la persona que organiza y sufraga este estudio en el hielo, decidió ponerle final. Sabemos que hay un contrato firmado, pero quiere negociar su rescisión.—Norma nota un tono firme en su interlocutor. Supone que será un acuerdo difícil de concretar.
—Éste es mi laburo, señorita. Nada me hará cambiar de parecer. Que tenga un buen día.—Sin más explicaciones, Jorge Klimovsky le cuelga a Norma.

Resaca informativa (Tyler Berger - Newport Beach, 14 de marzo de 2018)

Le duele todo el cuerpo. Principalmente, la cabeza. Un martillo neumático aporrea una y otra vez su materia gris. Tyler se queja en silencio. Abre los ojos tímidamente, como si molestase a quien lo mire. No hay nadie. Está tumbado de lado en su sofá inglés de trescientos mil dólares. En frente está la pantalla gigante de plasma que mandó instalar la semana pasada. Está encendida. En la CNN informan sobre algo en lo que hay muchos militares.
Mientras se escora para poder ver mejor las imágenes, vuelve a sentir el dolor punzante en su sesera. Es el teléfono. El fijo. Pocas personas disponen de su número de teléfono fijo en la mansión de Newport Beach. La línea tiene limitadas las llamadas entrantes a tres números: el de su padre, el de su amigo David y el de Patrick. Con tardanza, Tyler se incorpora y abandona el sofá. Se dirige al aparato y contesta con desidia.
—¿Sí?, ..., ¿Diga? ¿Quién es?—Mientras interroga al artífice de la inoportuna llamada, se percata de el reloj marca las dos y media de la tarde.
—¿No sabes quién soy? ¡Soy tu padre! Tienes un registro de llamadas en la pantalla del auricular. Seguro que te has pasado de la raya otra vez. ¡Contrólate o lo haré yo! Eres mayorcito ya, Ty.—
—No me pasé. Fue una fiestecita con David y Pat, nadie más. Lo que ocurre es que tengo mucho sueño acumulado.—A Tyler no le agrada que le despierten con una reprimenda.
—Bueno, no tengo ganas de discutir. ¿Te acuerdas de lo que te dije ayer? ¿De que algo horrible estaba ocurriendo?—
—Me acuerdo, sí. ¿Qué es esa cosa que tanto te preocupa?—
—Ty, eres mi hijo. Ya no me queda nada, ni mujer, ni padres, sólo tú. Escúchame con atención. Algo va mal en la investigación de la Antártida. Se trata de algo que puede afectarnos a todos. No sé más de lo que te estoy contando. Quizás esté sacando las cosas de quicio. Lo cierto es que Anthony Madison, mi hombre de confianza en la expedición está muy alarmado. Han muerto tres científicos ayer. No me ha dado más detalles, pero me pidió anular la misión y accedí, claro.—
—¿Estás loco? ¿Acaso no te acuerdas de todo el dinero que pusiste en esa iniciativa? Oblígale a que te dé más explicaciones. Pudo ser un simple accidente. No basta con tres fallecidos para paralizarlo todo.—
—Eso no lo comparto. Es mi dinero. Recuérdalo, Ty, no el tuyo. Si Madison dice que se acabó, se acabó.—
—¿Y para qué coño me llamas, papá? ¿Para contarme tus paranoias mañaneras? Tu monomanía por el fin del mundo me tiene un poquito harto.—
—Hijo, yo no financio investigaciones para saber si es bueno tomar un vaso de vino en la comida, para ver si los móviles disminuyen el número de espermatozoides o para ver si los lituanos son más listos que los letones. Yo hago cosas importantes. Tú esperabas que descubriese petróleo en la Antártida. Es mucho más que eso. Y, sí, temo la muerte y tengo miedo de que el hombre se extinga a sí mismo. Pero no soy el único.—
—Papi, no me cuentes movidas chungas.—Tyler cuelga. No está dispuesto a seguir con una conversación que acentúa su jaqueca. Va hacia la nevera y saca la botella de vodka. Bebe a morro. El aguardiente de cereales se le escapa de la boca y, tras recorrer su barbilla, empapa el cuello de la camisa. Mierda.

Por Ochún (Ife Adu - Ado Ekiti, 13 de marzo de 2018)

—Mamá, no puedes seguir con esas chorradas del osha-ifá. Eso no es religión, es superstición.—Ife no comprende que su madre le haga pasar vergüenza delante de sus amigas.
—¿Estás tonta? Ochún es tu orisha de cabeza. El babalawo te lo dijo al poco de nacer. Tienes que honrarlo y tus actos no siguen el ifá.—La madre de Ife es una fiel de las creencias santeras yoruba. Trata, en vano, de inculcar a su hija las tradiciones de su pueblo y la fe en Olodumare. 
Cada miembro de la comunidad yoruba tiene un padre o una madre de cabeza. Es el orisha particular al que debe honrar. Olodumare, el dios único de la religión yorubana, conocido como el señor al que va nuestro eterno destino,  premió a los mejores reyes de los antiguos reinos yorubas con poderes para administrar la naturaleza que había creado. Son intermediarios entre dios y los hombres, los orishas. Así, es el deber de Ife, como buena seguidora de la santería originaria, ofrecer un gallo, en su defecto una paloma, y un plato de alubias especial. Así lo determinó su babalawo, su santero, pues, según él, Ife Adu tiene que honrar a Ochún.
Ya que Ife es reacia a celebrar el culto, su madre le preparará el gallo para sacrificarlo y también cocinará la ofrenda. La religión yorubana de Nigeria guarda muchas semejanzas con sus ramificaciones en Brasil y Cuba, pese a que hay unas diferencias sustanciales con en candomblé y la santería o creencia lucumí. En Nigeria, en el origen, la forma habitual de Ochún no es la de una mujer vestida de amarillo, sino que es un la de un gallo. En África, el rito va mucho más allá que en América. De hecho, para elegir el nombre de Ife, cuyo significado es "amor", realizaron una ceremonia de siete días. Igual hicieron para nombrar a su madre, Olubunmi, "regalo de Dios".
—Te prepararé el gallo y la comida, pero lo tendrás que matar tú. Hemos decorado el altar para la ocasión. Quiero que aprendas como se hace la ofrenda. Debes cocinar las alubias templándolas con cebolla rehogada en mariwó. Después fríes los camarones y lo mezclas hasta que esté hecho. Entonces, ya podrás presentar tus pedidos.—
—¿Crees que ese rito absurdo, que esa ridiculez servirá para algo? Mamá, no hay trabajo. Cada día es una aventura salir a la calle y lograr llegar a casa de una pieza. Tú ya eres mayor, pero yo puedo emigrar. Y no perder el tiempo con espíritus inútiles.—Olubunmi mira con tristeza a su hija. Aspira intensamente y se va de la cocina. Ife desprecia las tradiciones y un discurso tan cohercitivo no la convencerá. Se hace la dura en la presencia de sus amigas, si hace falta, por encima del orgullo de su madre.

El néctar de la inmortalidad (Fauja Singh - Amritsar, 13 de marzo de 2018)

El Hamandir Sahib, el Templo Dorado de Amritsar, es el lugar más visitado en la India. Más que el Taj Mahal. El centro espiritual del sijismo, una creencia que mezcla enseñanzas del islam y el hinduísmo, no refleja nada acerca del convulso pasado del Punjab, cuando los musulmanes se vieron obligados a emigrar al inventado Pakistán y el estado se convirtió en el bastión de los sijs. Fauja Singh, convencido seguidor de la doctrina pregonada por Guru Nanak Dev, procura acercarse, por lo menos una vez a la semana, al lago Darbar Sahib Sarovar y observar el Hamandir Sahib. Fauja se desplaza al Hotel Golden Tower, situado justo en el centro del lago y unido a la costa por un puente artificial. Desde allí se obtienen las mejores vistas del templo.
Es de noche y los afortunados que se encuentran en la terraza del hotel se maravillan de la imagen que presenta el Hamandir Sahib iluminado. Fauja es uno de ellos. Disfruta de un té mientras deja volar la imaginación fijando los ojos en su querido templo. Es uno de los pequeños lujos que se puede permitir. Arrocero de profesión, ha ido progresando con el tiempo y, a sus 27 años, puede presumir de ser empresario. Un hombre hecho a sí mismo, a la americana en la India.
Puede que su infancia no haya sido ideal, tal vez no dispone de la educación que hubiese deseado, pero pocos como él pueden permitirse el placer de ver el Hamandir Sahib por la noche desde una posición comparable a la del Golden Tower. Mañana, Singh se tomará el día para descansar. Quiere estar con los suyos. Sus hijos ya no son unos críos y, si bien tienen clase, también le echan de menos. Pese a que trabaja en la misma ciudad en la que vive y la economía le sonríe, Fauja Singh no comparte momentos con su familia todo lo que quisiera. Se perdió muchas horas de risas y juegos con sus niños. Es la ocasión de cambiar eso.
Sus tres hijos están perdiendo la fe y las tradiciones sijs. Eso piensa Fauja. Por ello, mañana se asegurará de que no se les olvide vestir ninguno de los cinco artículos de fe que un sij practicante debe llevar siempre encima: kesh (pelo largo sin cortar), khanga (peine de madera para recoger el pelo), kara (brazalete metálico), kacha (calzoncillo de algodón) y kirpan (pequeña daga). No son adultos, pero cuanto antes se acostumbren a sus obligaciones religiosas, mejor para todos. Si van a visitar el Hamandir Sahib, habrá que presentarse cumpliendo con los preceptos sagrados que enseñó el Guru Nanak Dev. No hay ritualismo en el sijismo, pero sí respeto por las tradiciones y ciertas reglas. Y los descendientes de Fauja no las van a romper.